NAVEGANDO HACIA
LA DESEMBOCADURA
DEL RÍO DEL TIEMPO
Nada más que un corazón solitario
Quizá la mano impiadosa del olvido
me tienda su limosna de silencio;
quizá me encuentre la vida mendigando
la misericordiosa caricia, el callado consuelo.
Pero no habrá ofensa que borre este recuerdo,
Tu pecho una noche, y aquel beso
En abrazo de almas compartido.
Porque nada mortal quedó en mí desde tus ojos.
Y podrán repetirse las ausencias,
Humillar los años mi carne con su injuria.
Podrá burlarse el mundo de esta sombra,
Desgarrando la herida que no sana,
Hundir el cuchillo de su insomnio.
Mas qué importan a mi corazón tanta distancia,
Tanta melancólica soledad,
Tanta nostálgica fatiga,
Si la luz de una límpida pupila
Ilumina para siempre mi existencia.
Ya no importa
Ya no importa que el mundo sea ajeno,
Ni que extiendan sus brazos mil caminos
Que no volveré a recorrer.
Nace de noche una flor única y bebe la luz
De todas las estrellas,
Por unas horas nácar de caracoles
Erguida entre oscuras espinas.
Así mi alma que ha soñado con la vida
Resplandece en el recuerdo de aquel beso,
Y la muerte no teme, ni el olvido.
Feliz pudo ser, inabarcable, viva, humana.
¿Qué otra cosa esperar más que el silencio,
La suerte destinada,
La mano amiga del recuerdo?
Podré decir
Podré decir que ya es de noche
Porque vierte el cielo intangible alquitrán
Y la tierra habitada por los hombres
Cierra un párpado de olvido.
Podré decir que el ala de un cuervo enajenado
Se abatió sobre el mundo
Arrasando la luz y las voces y aquel susurro.
Cuando alguien pregunte cuál es mi calle
Y se precipite el recuerdo de todo lo que nunca existió,
Cuando venza el pudor su batalla
Con los muslos de la Luna.
Cuando caigan los estambres congelados de todas las despedidas.
Voy a bendecir con mi saliva
La negra vorágine de tu sombra;
Y vas a volver en silencio, sin voz y sin equipaje,
Descalzo y castigado por el látigo de la esperanza.
Vas a volver y será de noche,
El mundo estará muerto bajo lápidas sin nombre,
Y vas a buscarme y será de noche.
Hundido en el pantano de la piedra
Tal vez sueñes que viví para esperarte,
Pero te recibirá mi muerte
Con sonrisa de vidrio ensangrentado.
Te recibirá mi muerte
Y al abrirte la puerta de mi casa
Va a cantar con la sórdida penumbra
Para que baile tu pena.
Y yo no voy a estar en ningún sitio
Porque todo lo humano me habrá huído.
Voy a ser vos en tu recuerdo,
Vos y mi nombre en tu garganta,
El puñal atravesado pero no yo,
Lo que llevabas de mí.
Y vas a comprender lo que es la noche.
Reencuentro
Y cuando te encontré ya no eras vos.
Qué implacable escultor es la existencia.
De tu mármol abrupto, de aquellos ojos de sueño,
del pecho incendiado y en febril latir herido,
hizo un hombre cabal, una estatua de lógica,
razonable belleza para el mundo de todos.
Pero no quedó nada de aquel muchachito enamorado,
aquel fragmento de universo hecho de dudas
que estallaba él también estrella y constelación,
un cuerpo prisionero en el corazón nuevo y brillante.
Otra sangre ya perdida corría en esas venas,
otro cielo hervía en aquel rostro perplejo,
otro volcán arrojaba manotazos de versos al aire.
Y cuando te encontré ya no eras ése,
y hablaste de no sé qué trabajo y el tiempo y de tu vida,
como si fuera tiempo, vida, ese hueco abierto
y no conocerte más, otro cuerpo, otra entraña,
y vos hablabas, y fumabas, y era tan duro.
Para mí que dejé un poeta era tan duro,
como aceptar que del árbol sembrado el fruto
fuera este jardín de piedra.
Qué te habrá hecho la vida, qué me habrá hecho,
que me cambió los ojos
para que ya no te conociera.
El pájaro invisible
Esta noche un pájaro invisible
llora en la rama de aquel árbol.
Y no hay otro silencio que el desgarrado canto,
y no hay otro árbol que esa sombra,
que en la sombra perfecta de mi insomnio
cobija un llanto.
Si existiera en el mundo algún consuelo,
si el cielo fuera azul, y el agua clara,
si los sueños que erigen tempestades
no fueran estos muros de alto humo.
Ese pájaro que llora tal vez presiente
que la noche devora la esperanza,
teje una red invisible, acuna ruegos,
engendra anhelos pasajeros y ya olvidados.
Y ese pájaro que llora en una rama.
La tarde y el espejo
En la tarde un pincel de aguas oscuras
Derrama su acuarela por el cielo.
Llueve. Y esta tarde es todas las tardes.
La tarde en que yacimos abrazados
Escuchando la lluvia de los cuerpos,
Y aquella otra, la lejana,
En que una mirada bastó para cegarnos.
Quizás esta triste lluvia derrotada
Sea el llanto del tiempo que no vuelve.
Quizás no esté lloviendo, quizás nada.
O será el cielo ese reloj de arena
Que abrillanta el azogue de otro espejo,
La memoria tardía, la dulce melancolía
De contemplar la tarde en un espejo.
El jardín inexplicable
Puede anunciar la noche su victoria
con su negra melena de silencio,
y desgajar el cielo bajo el telón aciago
de su triste teatro sin aplauso.
Mas no ha de morir un día vanamente
si el recuerdo de tu pálida pupila
late en la palma abandonada de mi vida.
Ya pueden desatar su guerra sin espadas
la luciérnaga y el lento palpitar de mi abandono,
que solo no estaré, llevo tu huella
en el costado invisible de mi pecho.
Pues no hay amor en la humilde despedida,
ni lágrima que lave el desconsuelo;
tu ausencia es la verdad que mueve el mundo,
y no existe en esta sombra una palabra
que pueda arrebatarme de tu nombre.
Todo lo sé, como sabe el reloj su cóncava frontera,
y conoce la piedra su redonda soledad.
Mas no se irán de mí las noches blancas
en que soñé tu cuerpo, ni el olvido
ha de llenar la copa invisible de mi pena.
Feliz de vos, que no regás las tumbas de los sueños
ni has saboreado la carne del exilio
en el jardín inexplicable de la espera.
El crucigrama
En la noche la lluvia
y los tristes enigmas,
y la sombra sentada en el mudo jardín.
El agua golpea un tambor de silencio,
compone los nombres que no van a volver,
una mano aterida ha apagado la Luna.
Con los ojos abiertos sin asombro
veo fantasmas de niebla,
los derrotados sueños de otras noches
con sus valijas y la mano alzada
saludan indecisos en el andén invisible,
desdichados y exhaustos bajo la lluvia.
Yo los miro marcharse y no se marcha la noche,
con su pupila de agua abre mi pecho
y sonríe el insomnio.
Porque un hombre que conoce las palabras
y el feroz crucigrama de la pena
sabe que es inmortal la pregunta
que plantea la sombra y que condena.
El que espera, el otro
Busco un pecho gentil,
corazón que amanece.
La mano sin temor que en esta tierra
sepa olvidar el cofre del pasado.
No desgaja el crepúsculo su pétalo
de ardiente madreperla, sin el sueño
que lo hace renacer otra mañana.
Así mi suntuosa soledad hecha de libros
erige soliloquios a la sombra,
cuida un jardín al tiempo destinado.
¿Soy yo ese otro que en las tardes
contempla a veces con melancolía
caer las rosas marchitas del otoño?
O soy éste que espera,
paciente mármol donde duerme la figura,
el gesto amable, la caricia inesperada.
Condenado por la ciega ilusión,
enumero en silencio los ocasos
que acumulan el polen de los días
en el lecho florecido de mi alma.
Y arrojo el vano diamante de los versos
al torrente olvidadizo del recuerdo.
El nombre
Dicen que existe un jardín en el Oriente
Cuyas flores jamás se han marchitado.
También cuentan de una estrella cuyo brillo
Mide la exacta magnitud del universo.
Mas no busco otro misterio que tu nombre,
Y sin embargo el olvido,
Regalo de los dioses para algunos,
se empecina en esconderlo a mi memoria.
Qué sería la rosa si la tenue palabra
Que la pronuncia se perdiera.
¿Existiría el color, la pureza fugaz,
El frágil pedestal de su fragancia?
Otra sílaba tal vez la nombraría,
y volvería la rosa, y quien la recuerda.
Por el amor en mi pecho despojado
Sobrevive el sueño que se llama vida,
Y en esa torpe ilusión hecha de tiempo
Navega en soledad, hunde su ancla
Por el claro cristal de cada día.
La Esfinge
He visto el círculo concéntrico del sol
encallado en la cima ominosa de los Andes,
y he escuchado el profético silbido de la luna
en los esteros plateados de la noche.
Un día que ya fue devorado por el tiempo
conocí la caricia primera y ese único
atisbo del alma, que se llama beso.
Con paciencia de sabio perdí el rumbo
tras las comunes quimeras que a los hombres
desvelan, y presagian el don de la palabra.
Una lenta pesadilla denominada insomnio
fue apagando los sueños y las horas.
Se volvieron estériles los relojes y sus días,
y aprendí los tristes nombres de las cosas.
Comprender es tarea de eruditos,
rutina que el azar y no el misterio
supo cifrar en el exiguo acto de la vida.
En vano despojé las bibliotecas de los años
tras el libro de las páginas en blanco.
La Esfinge repite siempre el mismo enigma,
la pregunta y la respuesta desde el mármol congelado
de una única y atónita existencia.
Qué curioso:
La vida sigue teniendo veinte años, como vos.
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Tarde de invierno
Y en tardes como ésta me pregunto,
¿adónde fue la rosa, adónde el lirio?
Qué fue de aquel amor eterno que se extravió en palabras.
Y mi amiga la muerta sigue soñando
tras alguna ventana que mi corazón
abrió en un diciembre ya perdido.
Y mi amigo, aquel joven de rara belleza,
que naufragó en la casa de Plutón
porque creía que el mundo era redondo y sin fronteras.
Y esta tarde de invierno,
y este frío,
y esta nostalgia que me los devuelve,
siempre jóvenes, inmóviles, amados,
como si hubieran hecho un pacto con la vida.
Aquí yo los espero,
como ese árbol del jardín que las heladas
desnudaron de hojas y de flores,
y paciente hunde raíces de esmeralda
en la tierra que a todos nos conoce,
porque sabe que vendrá otra primavera.
Bendición
Festejo tu juventud y te bendigo,
vos que contemplás el universo
desde el claro jardín de tu inocencia,
y fecundás la tierra con tu huella sin memoria,
liviana de recuerdos.
Vos que sembrás de soles este cielo
y regalás a cada día la sonrisa
que abre la flor y entibia el pecho.
Yo te bendigo,
para que nunca veas el rostro de la muerte,
ni silencie el dolor tu voz amada.
Porque sos la esperanza, el amor, la paz del mundo;
porque ajena te ha sido la desdicha
y algún dios generoso te ha elegido
con su dedo de marfil y de esmeralda,
cincelado en la muda eternidad,
para que perpetuaras la vida.
Vos que das sin rencor y sin temores,
vos que bautizás la voz que canta,
poesía.
Plegaria de otoño
En la exacta puntualidad con que la muerte
toca con dedo helado el pecho amante,
así yo tus recuerdos abandono,
palabras al viento,
promesas que al fuego nutren esta tarde
como nutre el otoño el mustio oro
con que viste el árbol su lenta despedida.
Nada muere tan definitivamente como muere
una ilusión, que ya era aire,
tibio aliento escondido en el párpado cerrado
de la noche,
luciérnaga quemada por el alba.
No regreses corazón a aquellos días
que en la luz del pasado se mecen inmutables,
agua sagrada, tesoro de intangibles arcoiris,
perfume de un jardín que ya no existe.
En la hoguera del último silencio
arden las hojas doradas de ese sueño.
Calor su lumbre no despide,
tristeza.
Amor desolado
Voy a volver.
Aunque del triste hierro acuñado
en el híspido ondular de la montaña
no nazca la espada,
sino la cadena.
Aunque de la incontable sal del océano
haya quedado en la playa
no una perla de nácar,
sino una lágrima.
Voy a volver con tu huella quemándome el pecho,
aunque de mi corazón derrumbado
hayan huido tus palabras exactas,
y sea un néctar de silencio mi existencia.
Nunca voy a faltar a la cita,
aunque esa esquina no exista,
aunque nadie sepa tu nombre en esa calle,
aunque pesen todos los relojes,
los cuadrantes por donde se pierde tu ausencia,
mi amor desolado.
Los niños
Sin una palabra que bautice al perezoso crepúsculo,
Para que huérfano de la luz no se extravíe,
Se ha volcado el cielo sobre el mundo, mi casa, mi jardín enamorado.
Desde la ventana enmudecida el patio
Me devuelve la sombra de aquel otro patio,
Un piso de ladrillos encendidos,
El níspero humilde y el amoroso jazmín,
La cara de un niño solo detrás de otra ventana,
Una tarde igual a ésta.
Ese niño que ahora me mira,
Me mira con sus ojos nuevos, sin lluvia y sin nostalgia,
Y juntos contamos los días que nos faltan
Para volver a encontrarnos.
Cuando termine la lluvia.
Tu calle
Estoy en tu calle. Desde aquí veo tu puerta y tu vereda.
Espero bajo el cielo cetáceo de Lima.
No. Otra vez te he mentido.
Estoy en un café de Estambul junto al Bósforo de aguas sagradas.
Frente a mí la ciudad antigua y debajo la otra,
La capital escondida del ícono de oro.
No es cierto.
Estoy en mi habitación. En mi casa. En mi mesa.
Con mi cuaderno, la gata y una taza vacía.
Estoy igualmente lejos de vos.
Y a veces lloro.
El rito
Como todos los días inaugura la luz este rito de crear el mundo,
Así te creo en mí, intocable deseo incumplido.
Por mi voluntad naufragas todas las horas en el río de mi tiempo,
Para no contradecir a la melancolía y serte fiel,
Te pierdo.
Te pierdo porque decidí amarte,
Y para amarte tengo que dejar de amarme.
Sería muy poco darte este recuerdo, mi existencia.
Por eso decoro el altar de tu juventud
con la piedra preciosa de mi olvido.
Las fotografías
Y allí estás, sonriendo, sonriendo siempre en mil fotografías.
A tu lado los paisajes que ya nunca voy a contemplar, los ríos y las montañas
Que olvidaron mis palabras,
La gente que no sabe mi nombre,
Porque ya jamás lo has pronunciado.
Y allí estás, sonriendo bajo la luz de la vida verdadera,
Ésa que te bendijo sólo a vos, a vos y ya no estás.
Porque es papel, es humo, es aire que se escapa,
Pupila fatigada y aquel país del que no vas a volver.
Y aquí llueve.
Llueve y los teatros cierran telones de triste terciopelo.
Llueve y tu sol extranjero se enfría en los cajones
Con las máscaras deshabitadas y los cuchillos de cartón pintado,
Con mi corazón enmudecido y con tu ausencia.
Llueve y tus fotos sonriendo.
Crisálida
Poder ser como vos, crisálida;
Enfrentar envuelta en seda los insultos de la vida,
Esperar una nueva primavera en el otoño predestinado;
Abrir los ojos a un mundo pintado con la pureza
Que a éste le faltaba.
Y desplegando alas misteriosas, no tocar la tierra de tu agravio,
Donde te arrastraste sin nombre,
Olvido de algún dios en su fatiga.
Poder ser como vos, y prometida al aire por un día,
Por lo que brilla el arcoiris intangible,
Flotar espléndida en el cielo,
Recibir la muerte vestida de colores.
EL TIEMPO PERDIDO
Por todo lo que ya no va a suceder entre nosotros,
Aquella caminata y el puente de luces,
Esas horas que dormían apoyadas en la cama como manos sin dedos,
Mañanas repletas de sonido y blanco.
Las tardes repentinas, destiladas de cuerpo y tu mirada,
Tu mirada extraviada en un rincón imposible.
Fue, y no volverá, y ni siquiera llegó a ser y ya se había perdido
En el pantano inexorable de la existencia.
Todo lo que ya no va a suceder quedó pronunciado, garganta abierta
En la cuchilla afilada de la distancia.
La distancia que no se mide ni se ve.
Es,
Entre nosotros, todo lo que ya no va a suceder.
El paraíso reencontrado
No es difícil regresar a la casa de mi infancia,
Recorrer la galería de tristes baldosas rojas
Y entrar en el último cuarto,
Con el tul de su ventana sobre el patio de ladrillos,
La lluvia colando el cansancio del parral y el jazmín en su maceta redonda.
Nada de esto es imposible.
Desde la cocina la mesa que se resbala bajo el mantel de hule,
Llega la voz de la tía solterona, trastos amargos bajo el llanto de la canilla
Y el reproche sin forma de la humedad trepando la pared;
El ventanuco aquél junto a la alacena festoneada de papel manteca,
Como una blusa de domingo.
Una tarde el túnel luminoso de la puerta de calle trae a la abuela rubia y linda,
Con sus ojos y sus aros verdes, tesoros pendientes como baba de Luna
Sobre la taza de té, y la cartera escondiendo caramelos rellenos,
Uno por vez, a los niños no hay que malcriarlos.
No, no es imposible.
Que en la noche un brasero tatuara sus incandescentes preguntas
Alrededor de las patas raquíticas de todas las sillas,
De todas las sillas de la casa aproximándose al calor,
Como palabras susurradas contra el olvido.
Y mi madre en silencio, y mi padre un silencio sin cuerpo ni sombra,
Aquellas noches, largas como cuentos nunca concluidos,
Libro cerrado ante los párpados sin culpa
Que resistir no pueden la monótona voz,
Siempre mintiendo,
Versión sustancial de la fantasía, dibujando un acento circunflejo
Sobre la cabeza pura de príncipes y dragones.
Y llovía. Y eran todas las cacerolas fuentes inesperadas, cuencos
Del agua bendecida por el filtro mágico del cielorraso,
Gotas llenas de cal, salando nubes para mañana en el lienzo inalcanzable, blanquecinas,
Dispuestas a suicidarse con pompa efímera en el fondo final del aluminio.
Un día apareció un ratón. Una flaca laucha de barrio
Con ojos chiquitos de mirar las esquinas,
Desorientado en el paso fundamental de la cocina a la hipnótica galería,
Aturdido por los gritos de las mujeres y mi tía con la escoba enhiesta,
Símbolo del mal para toda rata –y el escape plateal de gran Houdini por debajo del zócalo
Decepcionando gestos de frustrados asesinos,
Y apuros tras la lavandina y los impiadosos trapos de piso.
O los vidrios estrellándose, llenos de agua y burbujas,
Bombas súbitas preñadas de rabia, escapándose de la mano de mi madre,
Empujados de aristas de palabras cortantes,
Y mi padre que se sienta en un sillón de bratina y amarillo,
En una sala que nadie visita,
Y se limpia los anteojos, como si se le hubieran llovido
Los gruesos cristales que deforman el mundo.
Nada hay esta tarde más sencillo que volver a la infancia,
Pisi pisuela junto al cordón que ata el dolor a la vereda,
Una pobre acequia llena de limo y los niños
Que nunca fueron mis amigos.
Regreso a mi pieza, al final de la galería. De rodillas sobre la cama
Lanzo el tímido anzuelo de mis ojos pequeños al patio humilde,
Más allá de los ladrillos asimétricos y su deshacerse sin ritmo cada otoño,
Más allá hasta donde se crían los conejos blancos,
Adormilados al surear de las palomas,
Y el universo concluye suavemente,
Con la seguridad de una tapa ilustrada,
Se cierra entre los dedos extenuados de mi madre.
El hombre abandonado
Y qué vas a hacer con tu belleza, fruto debido de clara estación sin tiempo,
Trofeo demasiado frágil para sobrevivir.
Sin embargo triunfás sobre mi desolada experiencia de hombre solo.
Lleno de gracia como la estatua de un dios antiguo
Dejás tu áurea huella que en mi silencio se hunde
Como el antiguo remache su óxido hunde en la carne vencida del durmiente.
No estoy solo. Hablan conmigo los poetas de antaño,
Antiguos filósofos de la derrota con sus tristes metáforas me indican el camino.
Y con ellos camino.
Atrás la equívoca sonrisa de tu rostro, no de tu alma, dejo,
Aprendiz de viejo, yo, con mi melancólica literatura,
Equipaje demasiado oneroso para mi cansancio.
Qué vas a hacer ahora.
Casi sonrío ante la presunción de mi soliloquio,
Como si la vida sin mí no supiera
Que vivir es su tarea cotidiana.
El adolescente
Caí en tu adolescencia como un rayo
extraviado en la roca infinitesimal de la montaña,
inconcebible luz para pupilas de hombre.
Se derrumbó sin llano mi biblioteca;
mil escalones de libros se hicieron polvo
en la palma sin rencor de tu epidermis.
Y abrió el cuerpo perfume ignoto,
vagido sordo de la existencia apenas concebida
por un dios joven sin venganza.
Con la incertidumbre de quien nunca encontró
la palabra que definiera el mundo,
me arrojé a tu cuerpo, bosque silencioso de inesperados arroyos.
Fue la noche de tu cabeza abandonada,
o el tácito consentimiento de tu espalda, fue mi triste soledad enmudecida;
fue la noche en sórdido lecho de alquiler,
fui yo, o fuiste vos, o nos fuimos ambos.
Porque abrió una Luna misteriosa su párpado de leche,
y hubo caricias, no palabras, ni gestos, sólo un roce,
agua que por primera vez en una creación inesperada
abre el cauce del futuro abismo, inconsciente,
fresco caudal despreocupado.
Y tu corta vida se hizo en un instante mía,
cupo en mi mano gigantesca de batallas y de olvidos,
demasiado grave en su torpeza
Ante el claro afán de tu entrega.
No supe decir, y nada dijiste.
Y ambos dejamos dos cuerpos sin palabras;
el tuyo extasiado ante el cosmos y su canto,
y el mío incrédulo, cometa que enciende un horizonte por un instante,
latido de un corazón adormecido
que abre bocas de deseo, estremecimiento lago tiempo olvidado.
Tuve tus alas, abrí la puerta de tu carne solícita
Al torrente inexplicable de la vida.
Dejarte ir, semilla amorosamente introducida en tierra fértil,
fue la única ley que me impuso el universo,
para que regresara a las ruinas del silencio,
yo, el más melancólico de todos los seres vivientes,
el hombre iluminado, ciego de asombro,
rey por su propia necedad al lastimoso exilio condenado,
en busca de una patria sin banderas
donde apoyar el despojo de un cuerpo ya inútil,
mágica reliquia por aquellas caricias prohibidas,
la esfinge de tu adolescencia.
El vigía
Como ese faro que solitario enfrenta
La inmensidad tempestuosa del océano,
Erguido en la roca como centinela del viento,
arrojando luz al horizonte, que no conoce,
Inmóvil, sin piernas, mudo, único ojo que es alma y corazón y entraña,
Permanece.
Así mi alma que aferrada a esta piedra insensible se empecina
En vivir, abre su ojo lastimado al mundo inalcanzable,
Y sin voz humana que la hiera emite un quejido desesperado,
Soñando la llegada de algún barco extraviado en la tempestad,
Un barco pobre, sin amarras, desencantado de todas las brújulas,
Que encalle en mi puerto.
Y eche su última ancla de diamante
En el abismo oscuro de mi ensenada.
Cada cosa
La primera hoja del otoño.
El otoño.
Un paisaje que huye para siempre en el ojo incalculable
de aquella despedida.
La gotera en el techo de mi infancia.
Una mañana perdida en Roma,
su fulgor apagado.
La noche que el insomnio hizo perenne.
El fantasma de mi padre
con su humilde consuelo junto a mi mano.
La sonrisa de la amiga que se casó con la muerte,
El llanto que el dolor volvía grito en el silencio.
Un arrebol sobre la Pampa en una tarde
y mi abuela severa con sus uñas pintadas.
El telón que se abre y el pecho exánime
esperando un aplauso.
El punto final que cierra el libro.
La mirada amorosa que empuja el corazón hacia la vida.
Los recuerdos.
Desde aquí
Que la vida te escuche,
a vos, corazón sin sombras.
Porque esperás con una sonrisa
la inefable tempestad de la existencia;
al helado viento del sur ofrecés
un pecho gentil y amoroso.
Que la vida te escuche,
y enamorada de tu triste mirada sin malicia
te abra las puertas invisibles
de aquel sitio sin nombre,
la esperanza.
Que la vida te escuche,
y con voz nunca oída te responda
palabras apenas creadas para vos,
corazón sin sombras.
Daniel Fermani
E' scrittore, drammaturgo, regista teatrale. Il suo lavoro di sperimentazione é incominciato in Italia, e poi è proseguito in Argentina, dove tiene un laboratorio permanente di ricerca ed insegna Teatro all’università
La sua sperimentazione teatrale lo allontana del teatro tradizionale, recitativo e d’interpretazione, e si basa nella ricerca della manipolazione del tempo convenzionale attraverso il lavoro corporale dell’attore, e quindi l’acceso ad altri livelli di coscienza col dominio del proprio organismo, l’esercitazione sull’equilibrio, la respirazione, l’ energia e la concentrazione.
Dal 2000 lavora con la sua compagnia sperimentale “Los Toritos”, fondata a Roma nel 1999, ed il suo teatro di ricerca, “La Casa de Asterión”.
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